¿Cuál es la certeza de un pasajero? ¿Acaso un boleto de tren, de bus, un asiento repetido en un avión? ¿Acaso los abrazos que van y que se quedan? ¿Acaso la sonrisa escabullida, los suspiros retenidos, las ganas de llorar? ¿Acaso el pecho agradecido de la vida, la elevación del alma en el silencio cómplice al anochecer?
Son quizá los mismos senderos, los caminos, los trazos de tierra, de agua y de aire, las venas del pasajero, cuando aprende que es condición del viajero el pasar, el seguir, el no detenerse, para seguir viviendo.
Son quizá las nuevas horas el sentido de las que pasaron, el aliciente para esperar, para seguir creyendo entre nieblas, para continuar ofreciendo la mano y la palabra a los corazones solos, a las mentes bulliciosas, a los que tienen tanto que decir.
Y, en medio de tanto viaje, henchido de nombres, de historias, de culturas, de pasos, de anécdotas, de heridas y de amores, el viajero, el pasajero, el soñador, encuentra su esencia diluida, estirada más allá de su cuerpo, multiplicada más allá de su alma. Y comprende, definitivamente, que no se pertenece, que todo es donación, que todo -cada pedacito de esta que llamamos vida- es la vida misma, su vida, su sentido, su fin, su razón de ser...
Santiago, 2 de marzo de 2009.
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