Por las venas secas del desierto, donde no quedan sino ilusiones envueltas en papel, donde sólo habita la memoria ya escaldada al sol, los recuerdos son del viento.
Y allí, donde tantos hermanos murieron bajo dos banderas hermanas, se siente la unión que da la muerte, el abrazo frío de calor perpetuo.
Más allá, al otro lado, donde el acento cambia abruptamente, yacen las líneas del tren que ya no viaja, de los vagones entregados al olvido.
Y, en Arequipa, la ciudad blanca sentada a los pies de tres volcanes, sentí el abrazo del Perú, los brazos tibios amerindios, los labios que cantan autóctonas canciones, el palpitar bilingüe de los lugareños.
Gracias a esa pausa, al apoyo del águila, fui subiendo a la madre, una madrugada sin Luna y, entregado a mi suerte sin descanso, subí las escaleras numerosas, serpenteando la ladera, esperando abrazar la vista soñada, apenas sospechada.
Arriba, en la auténtica imperial, sentí el llamado de la hermana vigilante, Wayna Picchu y allá ascendí, cargando mis alforjas, llevando al cielo mis deseos. Allá, a la vista sublime que da el premio de llegar más alto, entregué mis anhelos al Sol, para llenarme de él y vaciarme de mí mismo, de todo lo que debe morir, para seguir viviendo.
Allá en el abrazo hermano con desnocidos como yo, allá en la última roca, asiento de dioses y de hombres, entregué a fuego mi dolor, para ser purificado, para volver a ser, para ser mejor.
Y el Sol, que no faltó a la cita, percutió en mi pecho y en mi sien, las palabras que siempre quise oír: la voz inmortal que suena desde siempre en el alma, la promesa de una eternidad feliz.
Santiago, 24 de febrero de 2009.
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