27.6.08

Tierra chilena

¿Qué es la tierra sin sus habitantes? ¿Puede uno decir que ésta o aquélla es "su" tierra? ¿Y, si es así, puede uno deberse a esa tierra, cuando ella misma, ya desde hace tanto tiempo le indica, a través de "su" gente que se vaya? ¿Merece una tierra así el esfuerzo, el sudor y la sangre de reinsertarse, de volver a caminar con normalidad y con vínculos de carne y hueso por sus anchas alamedas? ¿No será en vano, acaso, el sueño de un futuro construido en su regazo, cuando de su vientre surgen una y otra vez hijos que niegan la hermandad con el despido, con las promesas vanas, con el incumplimiento, con el terrible -y tan fecundo- silencio del chileno? ¿Puede uno amar una tierra cuya entraña engendró tales portentos? Quizá si, quizá no. Todo es anécdota. Lo que queda, lo que cuenta es la necesidad de irse, por cuarta vez -quizá definitivamente- de sus brazos, aunque duela el alma cada día más incrédula, aunque sangre el corazón, cada día más insensible. Mi padre se entregó y amó esta tierra cada día de su longeva vida: plantó y regó el campo chileno, soñó sus frutos y los recogió, le escribió a su gente, recitó sus glorias. Aquí nació, creció y murió. Y yo, aunque me vaya otra vez, para no volver, aunque deba desterrar de mi mente -porque mi corazón así lo siente- la idea de hacerme un futuro acá -un futuro que tenía y que perdí - la seguiré amando. No olvidaré los años felices que viví y el amor de los míos, mi única riqueza, lo único que tengo. A ellos solos si me debo, a ellos solos. Lo demás, todo lo demás, se irá muriendo, ya está marchito. ¿Qué lleva, entonces, en las alforjas el que siempre es pasajero -también acá?: amor y recuerdos, silencio y soledad, resquicios de esperanza diaria y la enorme convicción de ser todavía fuerte para seguir caminando adonde quieran su destino y libertad. Rancagua, 27 de junio de 2008.

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